Después del considerable volumen de teoría que se imparte durante la carrera y a lo largo del máster, todo parece quedarse corto al entrar al centro. Es como si el edificio se tornara enrome y todo volviera a comenzar: el primer día de clase, el primer encuentro con los compañeros. No obstante, estos compañeros no llevaban mochilas cargadas de libros para estudiar y trabajos que entregar, sino que se paseaban sin descanso de un lado a otro del pasillo, del despacho a las aulas, y llevaban consigo un ordenador, un estuche cargado de rotuladores para pizarras y la ilusión, en ocasiones apagada por la presión del trabajo, de dar a los alumnos todo cuanto tienen del mejor modo posible.
El primer día me resultó cuanto menos abrumador, me sentía algo perdida, pero también consiguió que me cerciorara de que realmente es esto lo que buscaba, lo que me mueve y lo que quiero poder hacer de la mejor manera. De hecho, mi tutora no tardó en darme la oportunidad de corregir algún que otro ejercicio junto a los alumnos, en ocasiones sin previo aviso, a mí, que soy amante de los planes. Los nervios y los miedos a no dar la talla iban por dentro y pronto se marcharon fuera. Es verdaderamente curioso lo mucho que se aprende enseñando por paradójico que pueda resultar.
Si bien es cierto que la experiencia resultó totalmente enriquecedora, también sirvió para ver de primera mano los obstáculos a los que el profesorado y el alumnado se enfrentan cada día. El hecho de que las clases sean tan numerosas en ocasiones impide asegurarse con total exactitud de que todos los alumnos puedan seguir adelante del mismo modo o al mismo nivel. Este último es uno de los retos que considero más importantes de cara a ejercer como profesora en el futuro.
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